El 20 de enero de 1993 se apagó la sonrisa de un ángel. Había muerto Audrey Hepburn. Una adorable princesa de cuento de hadas cuyo encanto personal y humanidad trascendieron a su estatus de estrella de Hollywood e icono de la moda. Gracias a una treintena de películas, muchas de ellas clásicos imperecederos del cine como Vacaciones en Roma o Desayuno con Diamantes, la actriz británica brilló como un potente meteorito que dejó una estela única de glamour y sofisticación y la convirtieron en una leyenda del séptimo arte. Pero ella fue diferente al resto del ‘star system’, su estilo de vida sencillo y su necesidad de amor le llevaron dar la espalda a la industria cinematográfica para desempeñar sus papeles más importantes en la vida: primero como madre y después como embajadora de UNICEF. Dos causas que le brindaron la felicidad que siempre anheló desde una infancia marcada por la guerra, el hambre y el abandono de su padre.
Una mujer resiliente
La vida de Audrey ha sido mucho más que ese cuento de hadas que protagonizó en Hollywood. No lo tuvo nada fácil y se vio obligada a lidiar ante las adversidades, convirtiéndose en un claro ejemplo de resiliencia. Las carencias afectivas y el horror de la Segunda Guerra Mundial durante su adolescencia le marcarían para el resto de su vida. Nacida como Edda Van Heemstra Ruston el 4 de mayo de 1929 en Bruselas, la pequeña Audrey se crió en el seno de una familia acomodada pero disfuncional. Su madre era una aristócrata neerlandesa y su padre, un diplomático británico que pronto simpatizaría por el nazismo. Ambos formaban una pareja tan peculiar como tormentosa que culminó en un temprano divorcio y en el abandono de un padre que se desentendió por completo de la educación de su hija. Una situación que le provocaría a la futura actriz una inseguridad permanente durante toda su existencia.

Audrey, en una foto familiar cuando era niña.
Audrey pasó parte de su primera infancia en un internado de Inglaterra, donde despertó su amor por la danza y que más tarde se convertiría en su gran pasión. Sin embargo, esta afición se vio interrumpida por el inminente conflicto bélico que asolaría Europa. En 1939, su madre la llevó junto a sus hermanos a la casa de su abuelo en Arnhem, Países Bajos, para ponerse supuestamente a salvo del estallido de la contienda, lo que resultó una decisión desastrosa. El ejército alemán invadió este país al cabo de un año, convirtiendo a la joven Audrey en testigo directo de las barbaries cometidas por los nazis.
Durante los seis largos años que duró la guerra, la protagonista de Sabrina o My Fair Lady afrontó un sinfín de calamidades. Sus tíos fueron fusilados, sus hermanos se vieron obligados a huir de Países Bajos tras negarse a pertenecer a las juventudes hitlerianas, y tanto ella como su madre arriesgaron sus vidas al participar activamente en la lucha antinazi, como cuando permanecieron encerradas durante un mes en un sótano para no levantar sospechas ante los soldados alemanes tras esconder en su casa a un paracaidista británico.
Sus misiones para la Resistencia neerlandesa son una de las caras más desconocidas de la legendaria estrella de cine, tal y como desvela el libro Dutch girl: Audrey Hepburn and World War II (Robert Matzen, 2019) gracias a los testimonios de su hijo, Luca Dotti. La joven desempeñó diversas misiones a favor de los Aliados, llevando mensajes secretos escondidos en sus zapatos o haciendo recados para un destacado líder de la Resistencia.
Fueron años oscuros y famélicos para una Audrey que padeció los estragos del hambre, lo que le ocasionaría graves trastornos alimenticios que casi acaban con su vida. En varias entrevistas que concedió a lo largo de su vida, la actriz recordaba que durante la guerra apenas tenía nada para llevarse a la boca, llegando incluso a comer galletas de perro o bulbos de tulipanes para combatir el hambre. Al terminar la contienda, pesaba poco más de 40 kilos, padecía una severa desnutrición, problemas pulmonares, ictericia y una anemia que la acompañaría el resto de su vida, junto a su característica extrema delgadez por la que más tarde sería recordada en el cine y en la moda.
La desdichada juventud de penalidades que vivió Audrey recuerda inevitablemente al de otra coetánea suya y ejemplo de resiliencia: Anna Frank. La actriz siempre se sintió muy identificada con la malograda cronista del Holocausto. Las dos nacieron el mismo año, vivieron en el mismo país y experimentaron la misma tragedia. “Pero ella estaba encerrada y yo, fuera”, confesó la actriz en una ocasión en la que reconoció haber leído su libro y quedar devastada. “Aquella era mi vida”, lamentó. La figura de Anna Frank fue muy importante en su vida hasta el punto de que rechazó interpretarla en una adaptación para el cine: “No podría, era como mi hermana”.
La terrible experiencia de la guerra marcaría su vida, que siempre se caracterizó por una humanidad y generosidad que no desaparecieron durante sus años de estrellato en Hollywood y que serían el germen de su posterior labor en UNICEF.
El mito del cine
Su llegada al cine fue tan casual como inesperada. Nada hacía presagiar que se convertiría en una de las actrices más icónicas de todos los tiempos. Apenas había visto películas, ya que la mayoría de las proyectadas hasta el final de la guerra eran alemanas, y ella se había negado a verlas. Además, siempre confió en labrarse una carrera como bailarina, su gran ilusión. Sin embargo, en 1947 el séptimo arte llamaría a su puerta. Según cuenta Donald Spoto, el reputado biógrafo de las celebridades de Hollywood, en Enchantment: The Life of Audrey Hepburn (2006), unos productores neerlandeses la visitaron a su escuela de ballet en busca de una chica que pudiera interpretar el papel de azafata de una película titulada Nederland in 7 Lessen. Su madre dio su beneplácito y Audrey se puso por primera vez frente a la cámara, resultando una experiencia gratificante para ambas, sobre todo por el estímulo económico que conllevaba. Sin embargo, ella seguía empeñada en querer dedicarse a la danza.
De nuevo en Inglaterra y gracias a una beca, la tenaz Audrey lo siguió intentado, pero su físico no le acompañaba. Era demasiado alta, frágil y había empezado a estudiar clases de ballet muy tarde por culpa de la guerra. No obstante, hasta que llegara su oportunidad de triunfar en escena, Audrey se vio obligada a buscar fórmulas alternativas para sobrevivir en Londres, por lo que comenzó a aceptar pequeños trabajos como modelo y bailarina en musicales. Transcurrieron varios años hasta que un cazatalentos del cine británico vio en ella cualidades de actriz y la ‘fichó’ para protagonizar varias películas. De esta forma, Audrey intervino en pequeños papeles de largometrajes no muy conocidos, hasta que la célebre escritora francesa Collette le ofrece el personaje de Gigi para la adaptación de su obra en Broadway.

Fotograma de Vacaciones en Roma. PARAMOUNT
Era el año 1953 y tenía tan solo 23 años, cuando daba comienzo una carrera meteórica para Audrey, quien pasaba de ser una desconocida a ser la protagonista de un prestigioso musical en Broadway. Sin embargo, el milagro no terminó ahí. El director William Wyler la ‘invitó’ ese mismo año a disfrutar de unas Vacaciones en Roma junto a Gregory Peck. Su interpretación como la dulce y rebelde princesa Ana la convirtió en la gran revelación cinematográfica del momento y Hollywood la recibía como uno de sus mayores descubrimientos desde Greta Garbo. El mundo entero se rindió a su encanto y magnetismo y ganó el Oscar a la mejor actriz, entre otros muchos premios.
Había nacido una estrella. Audrey Hepburn había irrumpido de manera fulgurante y desplazado a actrices consagradas de la talla de Ava Gardner, Lana Turner o Rita Hayworth, gracias a su naturalidad, su elegancia y una belleza diferente. Se había convertido, de la noche a la mañana, en un icono del cine. A partir de entonces, comenzaría a trabajar con directores de la talla de Billy Wilder, Stanley Donen, George Cukor o Blake Edwards para dar vida a la heroína romántica de sus películas, y al lado de grandes actores como Humprhey Bogart, William Holden, Gary Cooper o Cary Grant. Durante casi dos décadas fue la reina indiscutible de la comedia sofisticada gracias a títulos memorables como Sabrina (1954), Una cara con ángel (1957), Charada (1963), My Fair Lady (1964) o Dos en la carretera (1967), aunque también hizo incursiones en otros géneros: la épica Guerra y Paz (1956), el western Los que no perdonan (1959) o el thriller Sola en la oscuridad (1967).
Sin embargo, en su filmografía destaca una película por encima de todas: Desayuno con diamantes (1961). En ella, encarnó a la excéntrica Hollly Golightly, un personaje al que estará eternamente vinculada y eso que estuvo a punto de no rodarla, pues no había sido ni mucho menos la primera opción. Se habían barajado los nombres de Jane Fonda, Shirley MacLaine y, sobre todo el de Marilyn Monroe, la candidata predilecta de Truman Capote, el autor de la obra. No obstante, la Paramount se decantó finalmente por Audrey y, hoy día, cuesta imaginar a otra actriz que no sea ella la que deambula por las calles de Nueva York a primera hora de la mañana antes de acostarse, tomando un desayuno frente a Tiffany’s, mientras suenan las notas musicales de la imperecedera Moon River de Henry Mancini.

Audrey Hepburn como Holly en Desayuno con diamantes. @soaudreyhepburn
Audrey Hepburn necesitaba dar un giro a su carrera al comienzo de los años 60 y transitar a personajes más acordes con el nuevo enfoque de la moral sexual. Sin embargo, la actriz se sentía muy insegura, una constante que se repetiría a lo largo de su trayectoria, en buena medida por los traumas que arrastraba de su infancia. No veía con buenos ojos interpretar a una prostituta y tenía dudas si el público, acostumbrado a verla en papeles más cándidos y románticos, encajaría con agrado un personaje tan arriesgado. Estaba en un error. La actriz bordó el personaje, se mostró más encantadora que nunca y ofreció una interpretación inmortal y varias imágenes icónicas, como la célebre escena en la que canta dulcemente Moon River en el alféizar de una ventana al son de una guitarra, y que a punto estuvo de suprimirse de la película de no ser por la testarudez de la actriz. “Sobre mi cadáver”, llegó a advertir la actriz.
El icono de la moda
En 1954, poco antes del estreno de su segunda película en Hollywood, Sabrina, el reputado fotógrafo y modista británico Cecil Beaton escribió un artículo sobre Audrey Hepburn para la revista Vogue en el que celebraba “un nuevo tipo de belleza” en una actriz dotada de “un encanto parecido al de un hada” y de “una simpatía poderosa y como de niña abandonada”.
Y es que ese tipo de belleza singular es que el que convirtió a Audrey Hepburn en una auténtica revolución en los años 50. Su estética poseía algo nuevo para la época, por lo que pronto se convirtió en un icono de la moda creando un arquetipo femenino que no existía y un nuevo concepto de estrella, basado en un modo de vida más discreto y tranquilo que el de otras de sus coetáneas.
Grácil y etérea, supo ser completamente original en medio de la uniformidad de los años 50, década en la que triunfaba un estilo más exuberante de la mano de rubias tempestuosas como Marilyn Monroe y Lana Turner o femmes fatales como Ava Gardner o Rita Hayworth.

Audrey Hepburn fue musa de Givenchy.
Ella impuso un estilo propio: el ‘estilo Sabrina’. Con su eterno aspecto juvenil, su cabello corto, su cuello de cisne y su silueta andrógina, la actriz creó un nuevo tipo de mujer que marcó profundamente los años 50. Todas las chicas querían vestirse y peinarse como ella. Todas querían vivir el cuento de hadas de Sabrina. La actriz también supo adecuarse a los constantes cambios de la moda y en los años 60 siguió los patrones de la moda pop, sin abandonar nunca su estilo propio, el cual sigue siendo imitando hoy en día.
Buena culpa del ‘look’ fresco y moderno que ofrecía Audrey Hepburn la tienen los grandes diseñadores que la convirtieron en su musa, sobre todo el francés Hurbert De Givenchy cuya ropa, como ella dijo alguna vez, le daba la confianza que no tenía por naturaleza. Ambos fueron inseparables durante cuarenta años de colaboración profesional, pero él también fue su amigo y confidente, del que llegó a decir con la mordacidad de la que a veces hacía gala: “Dependo de Givenchy tanto como las mujeres americanas dependen de su psiquiatra”.
No obstante, aunque parezca increíble, la actriz nunca se consideró bella y solía decir que no lo entendía: “Elizabeth Taylor es la mujer más guapa que he conocido, yo no soy bella de un modo convencional”. Su gran acierto fue convertir sus defectos en virtudes, y crear un ideal de mujer más elegante y sencillo. Además, su falta de seguridad y de vanidad la hacían aún más atractiva para millones de espectadores. Y diseñadores de todo el mundo afirmaron en su momento que la película, Una cara con ángel, donde Audrey Hepburn interpretaba a una intelectual que se ve arrastrada al glamouroso mundo de las modelos, les condujo a elegir la moda como profesión.
El amor de una madre y esposa
Audrey Hepburn era a finales de los años 60 uno de los mayores iconos del cine. Pese a estar en la cumbre de su éxito, ser la actriz mejor pagada de Hollywood junto a Elizabeth Taylor y haber logrado su quinta candidatura al Oscar en todo un alarde de talento por su interpretación de invidente en Sola en la oscuridad, la actriz de origen belga dio la espalda al cine con tan solo 38 años para hacerse cargo de su hijo. Una decisión que casi nadie entendió en el entorno de Hollywood, pero que Audrey tomó con firmeza porque la familia era una de las cosas que más le importaban en la vida.

Sean, el hijo de Audrey, juega con su madre bajo la mirada de aprobación del actor James Garner. TWITTER
Su retirada del mundo del celuloide fue una idea que fue cogiendo fuerza durante el rodaje de la citada Sola en la oscuridad, ya que Audrey Hepburn era incapaz de seguir disfrutando de su trabajo en el cine al sentir culpabilidad por no estar junto a Sean, su hijo de seis años, el único que tenía la actriz tras haber sufrido hasta cinco abortos.
Esta crisis emocional se sumaba, por otra parte, a un matrimonio que en esos momentos hacía aguas por todas partes. Su relación con el actor Mel Ferrer, con el que se casó en 1954 al poco de conocerlo en la obra de teatro Ondine, estaba en un punto de no retorno. Los problemas de fertilidad de ella, unidos a los celos casi enfermizos del actor por estar a la sombra del éxito de Audrey y las supuestas infidelidades por ambas partes, entre las cuales figuran los rumores que apuntaban a un ‘affaire’ extraconyugal de la actriz con su compañero de reparto en Dos en la carretera, Albert Finney, terminaron por llevar al traste la relación y la separación era una cuestión de tiempo, hasta que definitivamente se consumó en el divorcio en 1968.
Un año después, Audrey conoció durante un crucero a un prominente psiquiatra italiano, Andrea Dotti, el que sería su segundo marido y su segunda decepción amorosa. Con él tuvo a su segundo hijo, Luca. Otro motivo más para que el cine ya no le interesara. Se había instalado en Roma para entregarse, por completo, a su nueva y deseada profesión de ama de casa; sin embargo, su fama siempre fue un lastre en su refugio romano por el asedio de los paparazzi. Por si fuera poco, la otrora estrella del cine fue testigo directo durante más de una década, a través de las páginas del papel ‘couché’, de las constantes infidelidades por parte de su marido con decenas de mujeres más jóvenes que ella. Paradójicamente, la mujer más amada por todo el mundo sufría un nuevo descalabro afectivo que se sumaban a los de Mel Ferrer y un padre que nunca estuvo a su lado.
Audrey comenzó a sentirse cada vez más sola en la ciudad eterna, lo que le llevó a buscar refugio en Suiza, multiplicando sus estancias en este país junto a sus hijos, y a dar un nuevo empuje a su vida, retomando la posibilidad de regresar a lo suyo: el cine. Un esperadísimo retorno que no decepcionaría con una portentosa interpretación como Lady Marian en la cinta de Richard Lester, Robin y Marian (1976). Se sentía nuevamente realizada en el cine, con la excusa de olvidar los devaneos amorosos de su aún marido. Incluso, volvería a rodar una película más, Lazos de sangre (1979), antes de poner punto y final definitivamente a un matrimonio que llevaba mucho tiempo muerto.

Audrey Hepburn y Robert Wolders, en un fotograma del documental Audrey. MOVISTAR+
El mejor papel de su vida
Por suerte, la vida siempre da dos oportunidades, en este caso tres, y Audrey encontraría el amor de su vida en Robert Wolders, el viudo de la actriz Merle Oberon. Con él se trasladaría a Suiza, donde por fin construyó el refugio que siempre había soñado. Adquirió una finca para llevar la vida sencilla, anónima y anodina que tanto anhelaba. Con sus perros, su huerto y su nueva pareja, la actriz encontró la felicidad que durante décadas había buscado. Curiosamente, el hombre con el que nunca se casó fue el que finalmente la hizo sentirse querida, el que le proporcionó la estabilidad sentimental de la que había adolecido desde su dura infancia, marcada por la ausencia de su padre.
Esta felicidad amorosa junto a Wolders la llevaría a dar un nuevo y definitivo giro a su vida de la mano de UNICEF. Audrey convirtió sus traumas en amor, dando visibilidad a un problema que conocía muy bien, el del hambre en el mundo durante la infancia. Como embajadora de Buena Voluntad de UNICEF, puso el foco en los niños de países sin recursos y sin futuro, sumidos en la pobreza más extrema, ante el silencio atronador de los gobiernos del primer mundo y las sociedades más opulentas.
Sería el último gran papel de su vida, el que mejor desempeñó en palabras de la actriz. “Nací con una enorme necesidad de afecto y una terrible necesidad de darlo”, explicó en varias entrevistas. En su labor humanitaria encontró una utilidad a la fama que tantas veces la persiguió e incluso la dañó. La sonrisa del ángel que cautivó a los espectadores en sus películas viajó hasta las tierras más inhóspitas del Tercer Mundo. Visitó México, Nicaragua o El Salvador, pero el viaje que le causó un gran impacto y del que nunca se recuperaría, fue el de los campos de refugiados en Somalia, en septiembre de 1992. Allí vio cómo niños esqueléticos morían de hambre y eran víctimas de la guerra y las desigualdades.

Audrey Hepburn, en un viaje a Somalia. UNICEF
Sus fuerzas le empezaron a fallar al regresar del país del Cuerno de África y lo que ella consideraba en un primer momento como una enfermedad tropical, resultó ser un avanzado cáncer de colon. Fue sometida a una operación en noviembre de 1992, pero no sirvió de nada. Prácticamente desahuciada, también rechazó un tratamiento de quimioterapia. Tres meses después, el 20 de enero de 1993, fallecía a los 63 años en su casa de Tolochenaz, en Suiza, rodeada por su familia. Acababa de disfrutar de las Navidades más felices de su vida, poco antes de conocer que la Academia de Hollywood iba a concederle el premio humanitario Jean Hersholt por su labor en UNICEF, en la próxima ceremonia de los Oscar. Su prematura muerte conmocionó al mundo del cine y fueron muchos los que coincidieron en describirla como lo que en realidad era: “Un precioso ángel“, como dijo acertadamente Elizabeth Taylor.
Pocos años antes, en 1989, Audrey Hepburn tuvo una hermosa despedida del cine con un pequeño pero maravilloso papel en la película de Steven Spielberg, Para siempre, donde curiosamente interpretaba a un ángel. Aquel que siempre fue.
We would love to give thanks to the author of this write-up for this outstanding web content
30 años sin Audrey Hepburn, el ángel de Hollywood